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El MegaFario
Han pasado ya cinco días de mi vuelta a España desde la Patagonia Chilena donde tuve oportunidad de vivir una semana de pesca a mosca inolvidable. Los recuerdos se amontonan en mi cerebro y sólo consigo levemente soportar la sensación de nostalgia que me invade, cuando abro mi archivo digital de fotografías y me deleito en lances y momentos vividos en lugares remotos e increíbles . Sin embargo hay algo que permanece en mi memoria sin un rastro material capaz de calmar la sensación de frustración por no haber sido capaces de seducir a la trucha de nuestras vidas. Sólo la ilusión de “conseguirla” en mi próxima visita , puede colmarme de tan tremenda desdicha.





Y todo porque en un atardecer en el río “sueño” de cualquier pescador mosquero, ubicado en la Patagonia Norte, tuve la fortuna de encontrar un imponente ser abisal, que estimulado por un streamer marino verde, salió de la profundidad de su pozón, para observar el patrón con desconfianza, seguir sus vaivenes con desinterés y mostrar, a nuestro guía y amigo Leo Ramírez y a mí, a sólo un palmo de la superficie, su descomunal tamaño y compostura. Fue una visión onírica, irreal, surrealista, difícil de asimilar. Una vez que se sumergió pausadamente, mi estado de “shock” se desvaneció al oír los gritos de Leo, que como un poseso, dijo; “huevón” ¿ viiiiiiiiisteeeeees lo que yo víííííí ¿ ¡Dios mío, es impresionante¡ ¡ la concha tu madre¡ ¡Esta nave debe pesar por lo menos 17 kilos¡
Aunque es muy difícil de precisar, no me cabía la menor duda que la estimación de Leo sobre la dimensión de la megatrucha en cuestión no era en ningún caso, exagerada. El día anterior habíamos clavado un “par de sacos” de “chinooks” con mosca, de tamaños descomunales, por lo que el cálculo se convertía en algo bien fundamentado.

La noche cayó sobre nosotros intentando motivar a semejante “pepino” con todos los recursos al alcance de nuestras manos. Utilizamos “streamers” de todas las formas y colores, “armadas de grandes ninfas, individuales y colectivas”, lanzamos moscas grandes en superficie, y todo ello, sin que la bestia volviera a dar la más mínima señal de existencia. Sólo para nuestro consuelo, fuimos capaces de clavar una trucha de un par de kilos, que entró con avidez a un streamers blanco y que al desenzuelarla me dejó como recuerdo un severo mordisco en un dedo. Ya de retirada y adivinando en la espesura el camino de retorno llegamos penosamente tras una hora fatigas al 4x4, lamentándonos de no haber sido capaces de levantar y fotografiar la trucha de nuestras vidas. Sin embargo, en el fondo de mi alma quise ser realista y decidí preferir que “la nave” en cuestión no hubiese picado y entrado a mi señuelo en el lance inicial, pues el líder de 3X habría quedado hecho trizas al primer revolcón, incrementado hasta el infinito nuestra sensación de frustración.




Al día siguiente, y sin pensárnoslo dos veces, Leo y yo nos levantamos al amanecer con la obsesión de volver a acechar a la trucha de nuestros sueños. Habíamos aprendido del día anterior que necesitábamos materiales de lance pesado, líneas potentes y sobre todo lideres que pudieran ofrecernos garantías. Lamentablemente nuestro material más sólido era una caña y una línea del 6 de punta hundida y unos señuelos cuyo diminuto tamaño en comparación con nuestro objetivo no dejaban de ser ligeros aperitivos. Aún así, y pletóricos de ilusión entre las tinieblas del alba, emprendimos nuestra penosa marcha por las márgenes del río, que intuíamos más que veíamos, hasta que conseguimos llegar, no sin dificultad, a nuestro punto de destino.

La estrategia estaba decidida. Habíamos tenido tiempo para ello. Si se producía la brutal embestida, yo debía de contener con todas mis fuerzas las primeras acometidas; calmado el truchón y una vez que se quedara empozado, tendría que saltar al agua y atravesar nadando el pozo, caña en ristre, hasta la orilla contraria, a unos 30 metros de distancia, y así poder rematar, en zona de bajía, la faena con garantías. Iniciamos la acción, pescamos con todo el sigilo exigible, pausadamente lanzamos toda la variedad de patrones que habíamos concienzudamente elegido, varamos el pozón a todas las posiciones, trayectorias y profundidades posibles, sin que desgraciadamente, viéramos señal alguna. Sólo y a medias aguas, vislumbramos el perfil de un segundo fario –calculamos entre 10 y 12 kilos-, que no prestó tampoco las más mínima atención a todo cuanto allí ofrecíamos. Después de dos horas de alta tensión, no tuvimos más remedio que admitir la derrota, y regresamos cabizbajos y compungidos al lugar de nuestra partida, donde esperaban ansiosos de noticias otros dos amigos mosqueros, compañeros de fatigas. No hizo falta articular palabra alguna para que ellos pudieran adivinar el fracaso de la aventura.



Durante el día saciamos nuestra ansiedad, clavando truchas en variadas estructuras, desde truchas en torrenteras hasta medianas naves en “el sereno” o “hatch” de una laguna. Sin embargo, la asignatura pendiente nos volvió a motivar, a la mañana siguiente, Leo y yo nos fuimos a encontrar en el mismo lugar, ya de bastante amanecida. Pese a nuestro ya lamentable estado físico después de tan atroz paliza de varios días de pesca, nos animaba pensar “que a la tercera va la vencida”. Según discurría la mañana, y ante la ausencia de actividad, nuestras ilusiones mermaron hasta el punto de que llegamos a pensar, que la única manera posible de sacar la “bestia”, era con “carne” o lo que es lo mismo, con una trucha muerta insertada en un par de anzuelos, a la que íbamos a mandar con una pesada piedra a la profundidad del pozón. Sin embargo, de manera inmediata reaccionamos rechazando tan incomprensible solución, pues como pescadores de mosca, nuestra única y verdadera satisfacción, estaba en la elección del artificial adecuado, especialmente si es de propia fabricación, en el arte del engaño, en la lucha desesperada de la pieza por su libertad, en la técnica limpia y depurada de su captura y en el absoluto respeto por su vida. Otra cosa sería si de la pesca nos tuviéramos que alimentar, en cuyo caso, como dice el refrán, “ otro gallo cantaría!”



Aunque como decía, sólo han pasado cinco días desde que regresé de tan estimado viaje, he tenido tiempo más que suficiente para meditar sobre cuales han sido las razones que nos han impedido engañar a la trucha de nuestras vidas. La primera circunstancia y en la que en aquel momento no se reparó por una mezcla de excitación e ingenuidad, fue la de que si nosotros alucinamos viendo semejante truchón, este también debió quedar completamente anonadado con nuestra visita. Ese “pepino” probablemente llevara viviendo en semejante lugar más de 15 años. ¿Cómo no se iba a dar cuenta de nuestra presencia si debe conocer hasta los más minimos detalles del lugar en donde habita? ¿Qué pasaría por su mente al ver nuestros caretos ensimismados? Ello explicaría que después de su aparición, no tuviéramos más oportunidad de verlo, salvo en el tercer intento cuando intuimos una imponente silueta obscura desplazándose por el lecho de la poza. En segundo lugar, no disponíamos del material adecuado. La profundidad del pozón, calculada entre 8 y 10 metros, exigía utilizar líneas pesadas tránslucidas de hundimiento rápido. Emplear, y al no disponer de otra cosa, líneas de color naranja y amarillo, visibles desde todos los confines de la poza dada la absoluta transparencia de las aguas, contribuyó también a nuestro fracaso. Y que decir de nuestros insignificantes reclamos. Un animal de esas características no se molesta en absoluto por un señuelín que navega con dificultad a medias aguas, y que exigiría a la trucha demasiado esfuerzo y movimiento. Y por último nuestra postura, que ahora creo, no era la más adecuada, aunque carecíamos de otra opción, dada la insuficiencia de nuestros materiales. Lanzamos nuestras líneas desde una gran roca, debajo de la cual la poza llegaba a su máxima profundidad; y ello porque estimábamos que precisamente allí, y debajo de una cornisa “se encamaba” la trucha de nuestros sueños. La recogida final de la línea en vertical respecto a la posición de la misma, no fue la solución técnica más depurada.

Aunque no será tarea fácil dada la amplitud de la poza y la distancia existente desde sus orillas, he llegado a comprender que esa trucha sólo se puede acometer lanzando en posición perpendicular a la situación en la que nos encontrábamos. Lances largos –de 40 a 50 metros- con caña de 14 pies y dos manos, línea translúcida pesada de hundimiento rápido y patrones de al menos 20 o 30 centímetros de longitud creo que van a ser serán razones suficientes para que el año próximo seamos capaces de conseguir nuestro objetivo. Para ello, tendré que dedicar toda mi pretemporada al lance de materiales que por ser tan pesados, exigen una técnica y una preparación al alcance hoy por hoy de muy pocos mortales y pedirle a Dios que esa megafario siga viva para entonces.




Francisco Javier Monedero

(Este artículo va dedicado a Leonardo Ramírez en correspondencia al que él me dedicó y en agradecimiento a su sabiduría, compañía, alegría, y a su pasión por la pesca que alimentó nuestras durísimas caminatas entre huellas de pumas y jabalíes en busca de la ilusión pesquera de nuestras vidas)

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