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Pescando a la Distancia
Ha sido mi sexto año consecutivo de pesca extrema en la Patagonia Chilena. En esta ocasión y desafiando los resquemores propios generados por la sensación de inseguridad que causa la lejanía del destino elegido, en este caso Tierra de Fuego, nos presentamos en tan remoto lugar desde nuestro punto de partida, Madrid, con la doble ilusión de conocer lo hasta entonces para nosotros desconocido y de poder pescar en algunos escenarios donde quizás nunca jamás voló una mosca seca artificial.






Provistos del material adecuado, mi amigo Pedro Armas y yo acompañados de Leonardo Ramírez, ineludible para este tipo de aventuras, llegamos al Lodge de Rafael en Cameron, punto este imprescindible desde el cual planificar, dentro de una organización y atención exquisita, todas nuestras aventuras mosqueras en la Tierra de Fuego de soberanía chilena.

Después de haber tentado con resultado para las imponentes “sea run trouts” en el famosísimo río Grande, decidimos apostar por una pesca de truchas residentes, tanteando al azar nuestras posibilidades, entre la infinidad de ríos de llanura existentes en la isla. Sabido es que las truchas marrones fueron introducidas en Tierra de Fuego, hace aproximadamente 70 años, pero lo que no está suficientemente constatado –salvo excepciones- son las corrientes donde poderlas localizar, dada la gran cantidad de cursos de agua dulce existentes, la soledad del lugar y el hecho de que Tierra de Fuego sea un destino de pescadores interesados exclusivamente en las truchas marinas.

Mojamos sin éxito nuestras “secas” en algunos ríos innominados, aunque bautizamos uno para la eternidad, -el arroyo Armas-, dado que para nuestro amigo Pedro su cauce en torrentera reunía “el perfil perfecto” de río mosquero. La jornada se desarrollaba con desesperación pues al no encontrar nada de vida en los cauces pescados íbamos llegando a la conclusión de que allí no encontraríamos ni una sola trucha. Sin embargo la suerte cambió, cuando en una nueva expedición que nos hizo recorrer un larguísimo tramo de un nuevo río de no más de cuatro metros de anchura, al dragar mi mosca en la corriente observé junto a ella el nervioso movimiento de una poderosa trucha que huía despavorida.
Dicha aparición nos devolvió la ilusión por pescar al tiempo que nos hizo meditar respecto a si nuestras técnicas de pesca estaban siendo las más adecuadas. Hasta entonces habíamos utilizado multitud de patrones, elegidos por simple inspiración personal, pues la naturaleza se mostraba muerta, sin una sola eclosión, ni un sólo insecto terrestre, acuático o volador, ni tan siquiera algún pececillo o signo de vida en el lecho de los ríos. Fue la suerte quién determinó el rechazo a una mosca atractora que examinada después con atención, resultaba ser la perfecta imitación de una especie de polilla fueguina que durante las noches habíamos tenido ocasión de observar.

Sin embargo, pese a esto, había algo que no encajaba. Salvo dicho incidente el resto había sido desolador. Nuestra pesca era la tradicional, lanzando de frente y transversal a la corriente por encima de su plano horizontal al discurrir su cauce como todo los típicos ríos patagónicos, encajonado entre sus orillas. Y ¡eureka! llegamos a la conclusión de que tal y como estábamos pescando, las truchas que evidentemente las había, con toda seguridad nos iban tomando ventaja, pues antes de lanzar ya les estábamos dando la oportunidad de haber huído en estampida.



Y que cierto es, que, cuando cunde la desilusión, el pescador de mosca, baja la guardia, se convence que no hay nada que pescar y en vez de sorprender a una pieza, -que es la magia de nuestro arte- se dedica a mirar descaradamente el agua, a patear y vadear el río con tosquedad, asustando con ello a las truchas que, al vivir en una completa soledad, están en alerta ante la más mínima alteración de sus condiciones naturales de existencia.





El cambio de estrategia no tardó en darnos resultados altamente positivos. Del lance a través, pasamos al lance hacia la corriente superior, de pescar al agua, a pescar en sitios y oquedades concretas, de barrer la superficie con la mosca, a simplemente colocarla en la posición elegida durante no más de 5 o 6 segundos; y sobre todo, fue decisivo cambiar la posición de pesca, desde la típica postura erguida, a una acción de pesca de rodillas, procurando siempre pescar a favor o en contra del viento, y así eludir cualquier error en la presentación de la línea.


Definitivo fue también, una vez elegida la postura, armar la caña desde la posición más lejana de la orilla que nos fuese posible, pescando solo uno en absoluto silencio y evitando de esa manera, ser vistos u oídos. Sí efectivamente, había que pescar manteniendo la distancia.



Al discurrir el río entre meandros, con cada giro en el curso de la corriente, el alma se nos iluminaba viendo los “filetes” de tramos de río que encontrábamos, intuíamos la postura siguiente, y planificábamos con una alegría infinita y en actitud de rececho donde posar el engaño, y ante todo desde donde lo íbamos a presentar. Y así pescando y desollando nuestras rodillas, lo que aparentaba ser un río muerto se transformó en una explosión de vida, en el que conseguimos engañar no menos de 15 truchas entre 1,5 y 3 kilos.





Todas eran de una librea espectacular, todas, perfectamente formadas, todas tomaban la mosca con extrema suavidad de manera lateral y todas, absolutamente todas, tras las consiguientes fotos de rigor, fueron devueltas a su hábitat.

Y este curso de agua único y excepcional quedará gravado en mi memoria como el mejor río que jamás haya pescado y cuyo recuerdo me emocionará para siempre en la distancia. Este río sin nombre, es para nosotros desde entonces, el río “Distancia”


Francisco Javier Monedero


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