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Raíces en el Agua
"Historia ganadora del Primer Certamen de Relatos del portal ConMosca.com"

Me lo encontré cuando regresaba de la huerta, por la vereda que discurre junto al río. Estaba metido en la rasera que hay enfrente de la finca del Emilio, pescando de una forma muy extraña. Una vara corta y muy fina, y un aparejo desproporcionadamente grueso, que movía en el aire como si diera latigazos.

“Pocos peces cogerá con eso”, pensé. Y justo en ese momento, la caña se dobló, y un instante después una pequeña trucha llegaba a sus manos. Entonces me fijé bien, y pude ver que la punta del sedal era mucho más fina, y terminaba en un único mosquito, con el que había capturado esa truchilla que inmediatamente devolvió al agua.
-Ahí no va a cojer mas pequeñas le dije...--

Bien sabía yo que el Emilio tenía ese tramo muy castigado: en el chamizo levantado junto a la cerca escondía su maldito trasmallo, y a fe que lo usaba a menudo. Nunca tuvo ni afición ni habilidad para pescar con caña, y como su único interés era hacer carne para luego presumir en la taberna, se dedicó a esquilmar periódicamente las zonas más accesibles del río con sus redes. Quien no valora el lance, sino que todo lo mide en kilos de peces, no merece llamarse pescador.

A mí me gusta mucho la pesca, y me pareció que ese forastero podría enseñarme algo. Pero para eso tendría que llevarle a otro lugar más adecuado.

-Si quiere, le enseño una poza donde hay mejores piezas.

Por supuesto, aceptó. ¡Faltaría más! Y le acompañé al final de la curva del río, donde desemboca el pequeño canal que pasa junto a mi huerto. Allí había visto muchas veces a la dueña del pozo, nadando lentamente por sus dominios. Sólo una vez conseguí que se interesara por un saltón que le puse delante del morro, pero tras un par de carreras se me escapó.

Desde entonces, nunca más se dejó tentar por mis cebos; incluso me parecía que, a veces, hasta me miraba de reojo, como diciéndome que mi tozudez era inútil. Por eso quería ver cómo reaccionaba ante esos sistemas modernos, que ni ella ni yo habíamos visto nunca antes, aun cuando interiormente estaba convencido de que no se dejaría engañar fácilmente. Y cuando vi cómo el pescador se metía en el agua, entonces ya no tuve dudas. El hombre intentó entrar muy despacio, alborotando lo menos posible, pensando que así su presencia pasaría desapercibida.

Pero yo sabía que ella lo veía todo, y que mientras esos pies estuvieran en remojo en su territorio, aunque fuera en la parte más somera, no saldría de su guarida, bajo la protección de las ramas de la salguera grande. Así que al observar unas cebadas muy evidentes junto al pequeño chorro de la cabecera, supe que no era ella. Además, ella nunca comía así, fija en un sitio, sino que gustaba de moverse por la poza, pausadamente, sin prisa, pero nunca quieta. El pescador no sabía eso, y con un movimiento muy suave, mandó el mosquito justo por encima de la última cebada. Pude ver perfectamente cómo una cabezota surgía del agua y se lo tragaba con glotonería. Era una buena trucha, pero no era ella. Luchó bravamente, y bien pensé que iba a partir el hilo tan fino que sujetaba el mosquito, pero no fue así. Me gustaron las maneras del pescador; se veía que conocía su oficio, y no tardó en llevarla a la sacadera. Tres partes de kilo, más o menos. Con una sonrisa de oreja a oreja, la desanzueló con cuidado, y, ante mi sorpresa, la dejó escapar.

-¿Por qué la ha soltado?- le pregunté.

-Yo no me llevo las truchas-, me contestó.

Sin querer, torcí el gesto, y lo notó.

-¿No le parece bien?

-Qué quiere que le diga. No lo termino de comprender.

-¿Por qué no? ¿Por qué habría de matar a ese pez?

-No, si usted es muy libre de hacer lo que quiera. Pero verá, yo lo entiendo del modo siguiente: las truchas comen mosquitos y gusanos, y las nutrias, y las garzas, y los hombres, comemos truchas. Y, al final, los gusanos nos comen a todos. Esa es una ley tan vieja como el mundo, y me parece bien que sea así. Por eso los hombres pescamos. Desde siempre. Pero coger la trucha y luego soltarla...no es lo natural. Eso es divertirme con el dolor de un pez, y me parece una falta de respeto, la verdad. No sé si me explico.

-Tal vez tenga razón-contestó, mientras se lavaba las manos.-Pero a mí esa trucha ya me ha dado todo lo que venía a buscar. Además, así es posible que la pueda volver a pescar otro día, cuando se le haya pasado el susto de hoy.

-No termino de verlo. Mire, en mi familia van ya muchas generaciones de pescadores, y nunca se nos ocurrió soltar los peces. No me imagino a mi padre haciendo eso. Claro que eran otros tiempos, en los que se pasaba mucha necesidad, y se agradecía el dinero que se sacaba con las truchas. Ahora las cosas han cambiado, ya lo sé. Pero aún así, no lo veo.

-Las tradiciones pesan mucho. Pero los tiempos cambian. Creo que no hay que exigir al río más de lo que nos puede dar. Antes, cuando hizo falta, dio comida y dinero. Ahora somos muchos más que antes, y no sólo me refiero a los pescadores. Gastamos mucho agua, y ensuciamos la que no gastamos. El río es muy generoso, pero no da más de sí. Yo pesco porque necesito relajarme y librarme de mis preocupaciones; no vengo a llevarme otra cosa. Le diré más: el matar esa trucha, me haría sentirme como parte de los problemas que tiene el río, y eso no me gustaría. Si yo pensase como usted, habría colgado la caña. Claro que... a lo mejor eso es lo único sensato, y todo lo demás son maneras de buscar las vueltas para no tener que hacerlo. ¡Qué quiere que le diga! Me gusta demasiado esto de venir a pescar.

-Eso es verdad, el río va de capa caída. También creo que le pedimos demasiado; no sé hasta cuándo aguantará. Y es verdad que pescar no es lo mismo que coger peces. Mi mujer lo vio muy claro desde el principio. Recuerdo que, de jóvenes, cuando me veía agobiado por las preocupaciones y los trabajos, siempre me decía: “Daniel, ¿por qué no traes unas truchas para la cena?”. Como puede imaginar, no tardaba ni un minuto en coger los bártulos y salir disparado hacia el río, y me lavaba de todos mis males. Muchos años más tarde, me reconoció, entre risas, que en realidad las truchas no le importaban. Que lo que de veras le gustaba era verme cuando regresaba con la puesta del sol, satisfecho y relajado, con la vara al hombro y la cesta en bandolera, vacía o llena, que eso era lo de menos. “La imagen viva de un hombre feliz”, decía ella.

-Algo de eso es lo que hay. Ya ve, yo ya me siento satisfecho por hoy. Y me esperan bastantes kilómetros para llegar a mi casa, así que voy a recoger. Pero no le he dado las gracias por descubrirme esta poza. ¿Por qué no se lleva alguna de mis moscas? Las hago yo mismo. Seguro que encuentra un buen lugar donde usarla...

Por supuesto, iba a rechazar su ofrecimiento; pero antes de que me diera tiempo a decirle que no era necesario, abrió delante de mis ojos una caja metálica. Lo que ví dentro me dejó asombrado. Una colección de moscas distintas a todas las que yo había visto hasta entonces, en todos los colores, tamaños y formas imaginables. No pude resistir la tentación, y cogí cuidadosamente una de ellas, que me llamó especialmente la atención. El cuerpo estaba formado por una pelusilla rojiza, recubierta por una especie de envoltura de lana (o tal vez seda) deshilachada, de color crema. Visto al trasluz, parecía una burbuja brillante, que transparentaba el cuerpo oculto en su interior. Luego, por encima, tenía unos pocos pelos, bastante recios, que me parecieron de corzo. Y un pequeño collar formado por unas fibras muy suaves, como de plumón gris, que vibraban suavemente con el menor movimiento del aire.

-Y esa pluma gris, ¿de qué es?

-De culo de pato.

Comprendí que me tomaba el pelo, supongo que para no descubrirme el secreto que escondía esa mosca (como si alguien no tuviera otra cosa que hacer que entretenerse en afeitarle el culo a un pato, para conseguir plumas con que montar moscos para pescar), así que dejé de preguntar.

-¿Le gusta ésa? Es una emergente de tricóptero. Es una variante de un modelo que inventó un gran pescador americano.

-Pues no sé cómo pescarán en América. Pero lo que sí puedo decirle es que al principio del verano, al atardecer, en este río aparecen unas moscas, como polillas. Algunas se ahogan, sin conseguir estirar sus alas sobre el agua. Y las truchas se las comen como si fueran una golosina. Alguna vez intenté empatar una de estas polillas medio ahogadas en un anzuelo, pero no pude; se deshacen. Y esta mosca que usted tiene en sus cajas, vista desde abajo, a contraluz, tiene una pinta de lo más parecido.

-Coja las que quiera. Pero con una condición.

-¿Cuál?

-Me tiene que prometer que no usará mis moscas para matar ninguna trucha. Que todas las que capture con ellas las devolverá al río.

-No sé por qué, me esperaba esa condición-le dije, mientras estrechaba su mano.

-Sé que cumplirá su palabra. Ya verá cómo descubre que no le importa soltar una trucha. ¿Sabe lo que decía otro gran pescador americano? “Un pez es algo demasiado valioso como para ser pescado una sola vez”. ¿Qué le parece?

-Pues...creo que esos americanos son mejores montando moscas que haciendo refranes.

-¿Y eso?

-El americano ese parece que da a entender que los peces son importantes porque se pueden pescar, una o más veces; cuantas más mejor. ¿Qué pasa, que si un día le demuestran que esas truchas que usted suelta ya no vuelven a picar, entonces ya no habría motivo para soltarlas? Yo creo que no es eso. El río y sus peces serían igual de importantes aunque nadie estuviera ahí para pescarlos. Nosotros llegamos después.

Además eso de decir que los peces son “valiosos” no me cuadra; son...otra cosa. Le contaré una historia. En el pueblo de al lado hay un manantial, con un agua estupenda. “La Fuente de la Salud”, le dicen. Hasta que una vez, alguien tuvo la idea de que ese manantial era algo sumamente “valioso”, y había que sacarle un partido. Así que han puesto una planta embotelladora, y lo que antes era gratis ahora se vende por dinero. El día que los que mandan descubran que los peces son tan “valiosos” como su amigo el americano dice, ya se ocuparán de ponerles un precio, para que la pesca se quede para los ricos.

Nos despedimos, y una vez en mi casa, guardé cuidadosamente las moscas en una cajita. No las iba a usar inmediatamente, puesto que prefería dejar pasar la luna llena, que nunca me ha sido buena compañera de pesca. Una semana después, preparé mis aparejos. No cogí la vara nueva, la que me regaló mi hijo por Navidad. Una caña preciosa, de fibra de carbono, larga y sorprendentemente ligera. Eso sí, al principio mi hijo, con sus advertencias, me hizo mirarla con un poco de aprensión: “Ni se te ocurra pasar con ella cerca de los cables de la luz. Y en cuanto oigas un trueno te vuelves a casa”. Pero no fue eso lo que me hizo dejarla en su funda. Esta vez sentí que debía usar mi vieja caña, pesada, encorvada, llena de nudos. Vieja. Como yo, pensé, mientras la limpiaba con un paño mojado en aceite de linaza.

Al día siguiente, con la tarde ya avanzada, me acerqué a la poza. Me descalcé, y crucé el río por el vado, aguas abajo, para pasar a la orilla donde la salguera grande daba refugio entre sus raíces a mi vieja amiga.

Me senté oculto bajo su sombra, y esperé sin moverme, mirando con tranquilidad ese paisaje tan familiar, mi paisaje, mientras entre las ramas un pequeño chochín trajinaba sin reparar en mí. Pasó casi una hora hasta que la vi salir. Como era su costumbre, no paraba quieta, comiendo con toda confianza lo que iba encontrando en su paseo. Cuando cruzó por delante de mí, comencé a contar, muy despacio. Uno, dos, tres...La ví desaparecer a mi izquierda. Cuatro, cinco, seis...Cuando iba por ciento doce, la vi regresar por mi derecha. Había completado su camino.

Comencé a contar de nuevo, y esta vez al llegar a ciento diez la volví a ver. Volví a empezar mi cuenta, y al llegar a ciento ocho deposité suavemente la mosca en el agua inmóvil, y esperé. Un instante después apareció ella, y por un momento pensé que no la vería. Sin querer, contuve la respiración. Una imperceptible vibración del puntal consiguió transmitir a las fibras de plumón gris el temblor suficiente como para dotarlas de una ilusión de vida. Muy lentamente, ella se giró, y tomó la mosca. Volvió la cabeza, y yo clavé con suavidad. Tras un segundo de incertidumbre, el río explotó bajo sus coletazos. Sabía que intentaría ir al perdedero, bajo la salguera. Así que me levanté bruscamente, para que me viera bien, justo en medio de su trayectoria. Y el truco funcionó: cambió de dirección, y salió disparada hacia el centro de la poza. Ahí no había más peligro que su fuerza bruta, sin riesgo de enganchones en la maleza. Sin perder la tensión, me dejé deslizar por el talud de la orilla, y me metí en el agua, que me llegaba hasta el pecho. Conseguí una posición ventajosa; si no me rompía el hilo, sólo era cuestión de tiempo poderla llevar a la sacadera. Nunca me pareció tan pequeña; no era más que un juguete, en comparación con el tamaño del pez. Con muchos apuros, finalmente pude meterla en la red. Era enorme. Más cerca de los tres que de los dos kilos, sin duda.

El anzuelo, bien clavado en el lateral de su boca, salió sin ningún esfuerzo: comprobé con sorpresa que el arponcillo estaba roto. Al principio pensé que el pescador me había querido gastar una broma pesada; pero recordé que las moscas las había elegido yo entre las docenas que tenía en su caja, con lo cual supuse que todas sus moscas estaban montadas así, en esos anzuelos tan especiales. Y, bien mirado, era natural, puesto que su intención era devolver al agua todas sus capturas, con el menor daño posible. Eso mismo era lo que yo debía hacer, en honor a mi promesa. Tras una última mirada llena de admiración y respeto, dejé que saliera de la red, y la vi alejarse en dirección a su guarida.

Extrañamente satisfecho y relajado por el final del lance, salí del agua, y me encaminé hacia mi casa. Como siempre que volvía de pesca, mis pensamientos se llenaron con el recuerdo de María, mi mujer, y su expresión al verme de vuelta. En otoño hará nueve años que Dios se la llevó. Lo siento como si hubiera ocurrido ayer mismo. La sensación de desamparo, el abandono total de las ganas de vivir. Luego vinieron los meses oscuros, agarrado a la frasca de vino, esperando mi propia destrucción. Entonces nació mi primera nieta. Cuando la vi el corazón me dio un vuelco. El dibujo de las cejas, los dedos de las manos finos y largos...veía los rasgos de su difunta abuela por todas partes. Se me metió en la cabeza que ella había vuelto, a ayudarme a recobrar la ilusión, a darme de nuevo la vida. Por supuesto, sus padres la llamaron María , y... La burlona voz del Emilio me sacó de mis pensamientos.

-¡Daniel, que ya estás viejo para saltar de piedra en piedra! Y esas mojaduras son malas para el reúma...

Preferí no darle explicaciones, que no entendería. El Emilio ya era tonto de mozo, y con el tiempo no había conseguido sino empeorar.

Una vez en casa, llamé por teléfono a María. Quería compartir con ella ese momento.

-¡María! Hola, princesa. ¿Sabes una cosa? Esta tarde he ido a pescar, y he cogido una trucha muy grande. La más grande del río.

-¡Qué bien, abulelo! ¿Y era muy bonita?

-Preciosa. La más bonita y la más grande de todas.

-¿La has llevado a la taberna para que la vea todo el mundo? ¿Han hecho alguna foto?

-Pues...no. La he soltado. Sigue en el río.

-¡Mucho mejor! Así podrás enseñarme dónde vive, cuando vaya al pueblo en vacaciones.

-¿De veras?

-Claro. Me gusta cuando me llevas de paseo al río, y me enseñas las truchas, y me cuentas sus historias. Fíjate, papá siempre me dice que cuando volvemos de esos paseos, a tí y a mí nos ha cambiado la cara.

Y entonces, de golpe, vi que todo cobraba sentido. Los años vividos, y los años por vivir. Comprendí que si me afanaba en la huerta, cuidándola como si fuera el más precioso jardín, era simplemente para que ella, María, pudiera sorprenderse con esos colores, esos olores y esos sabores ancestrales que yo compartí tantos años con esa abuela que nunca conoció (o que tal vez era ella misma, en una vida anterior). Yel río, mi río, era el eje de esa vida que yo había disfrutado con María. Era el símbolo de la permanencia, del pasado, del presente y del futuro. Y debía seguir intacto, para que María, la otra María (¿o tal vez la misma?) tuviese un refugio, un lugar donde dejar crecer sus raíces. Comprendí que matar esa trucha habría sido un crimen.

Nota del autor. El montaje al que se hace referencia en la historia anterior es una variante de la “Emergent Sparkle Pupa” de Gary LaFontaine. Con el añadido de unas vueltas de CDC en cabeza, según me cuentan, esta mosca lleva unos cuantos años paseando con éxito su desgarbada silueta por los ríos asturianos... En cuanto a las truchas que se mueven con la regularidad de un metrónomo mientras recorren su territorio, dejando aparte mis limitadas experiencias personales, este comportamiento está ampliamente recogido en la literatura. Recuerdo haber leído una historia de este estilo en un libro de LaFontaine (“Trout Flies: proven patterns”), y después en varios artículos de revistas de pesca, tanto españolas como extranjeras.

Por último, no puedo dejar de reconocer que el final del relato está claramente influído por el último párrafo del libro de Norman McLean, “El río de la vida”. En especial hay una frase asombrosa, que me acompaña desde la primera vez que leí esta obra genial: “Finalmente, todas las cosas se funden en una, y un río la cruza”.